martes, 9 de noviembre de 2010

(sin título)

I.-
¿Así? No. Quizás con una velocidad de obturación más baja... Pero los turistas siempre tienen prisa, una prisa urente, prisa no sé yo de qué, si el chofer del autobús los espera, flojo el nudo de la corbata, abierto el cuello de la camisa, asintiendo a cabezazos a cuanto ocurre en su sueño narcótico.
No dijo nada, apagó la cámara, la guardó y siguió caminando, en pos del compadre que ya le llevaba algunos metros de ventaja, y curioseaba entre los puestos de artesanías atendidos por aquellas indias inescrutables.

II.-
Los destellos de las cámaras --flashes, los llaman castizamente-- herían una y otra vez los verdosos chorros de agua de la fuente. Lejos, la sangre mana lentamente, fluyendo al ritmo irregular de las últimas palpitaciones del cuerpo de Edgardo. Pero acá, turistas, minuteros, peseteros e invitados a la ceremonia se afanan en cargar, apuntar y disparar con muy otras armas.

III.-
Tanto valor, y ahora ahí estábamos. La toma, en miope close up, recortaba nuestras cabezas contra el fondo borroso. Después, llegaron ellos, pero no los notamos. La ceremonia concluyó después de comenzado mi compromiso. Cuánto valor, caramba. A ellos tampoco les faltó valor; antes bien, les sobraba desvergüenza. Salimos a las ráfagas de luz.

IV.-
El turista se fue y sus compañeros subieron al avión. Y su compadre --cajas y cajas con artesanías-- hubo de pagar cuota de sobrepeso. Y ellos llevaban los bolsillos llenos. Docenas de casquillos percutidos guardia de honor macabra hacían junto a Edgardo. Ya nadie lleva prisa.

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